-P. David Fernández Dávalos, S.J.
El 20 de junio del año pasado -hoy hace un año justo-, la sangre de nuestros hermanos sacerdotes jesuitas, Javier Campos y Joaquín Mora, fue derramada violentamente. Su vida les fue arrebatada al tratar de salvar la vida de Pedro Palma, quien fue asesinado junto con ellos, a los pies de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, en el altar de la Iglesia de Cerocahui, en la Sierra Tarahumara.
Estas muertes violentas e injustas nos han sacudido y han convocado al pueblo de México, también víctima de esa violencia sin freno que nos agobia, a acrecentar nuestro compromiso para construir la paz y la seguridad en nuestra nación.
En el primer aniversario de estos asesinatos, que se suman a una larga lista de muertes violentas, desapariciones y décadas de injusticia e impunidad, la Iglesia mexicana ha convocado a hacer memoria de todas las víctimas de la violencia en México y de todas las personas desaparecidas y a clamar juntas y juntos por la justicia y la paz.
Hoy, aquí, al hacer memoria de Javier, Joaquín y Pedro, queremos hacer presentes también a quienes han sido víctimas de la violencia, a sus familias y seres queridos, para rogar a Dios por esa paz que necesitamos y para redoblar nuestro compromiso en favor de la verdad, la justicia y la no repetición en nuestro país.
Quiero presentar ahora algunas breves reflexiones sobre el martirio de nuestros hermanos para estimularnos a ello.
Ser cristiano no consiste simplemente en cumplir de manera perfecta con unas reglas y mandatos siempre iguales y estáticos, que flotaran por encima de nosotros como un ideal invariable en toda la historia de la humanidad. Por el contrario, los seres humanos y la Iglesia tenemos una auténtica biografía, es decir, vivimos infinitos momentos siempre únicos e irrepetibles. Aunque podamos afirmar que la “esencia” de la vida cristiana sea siempre igual, tal vida cristiana no «sucede» como si fuera, siempre la misma en todos los tiempos y para todos los creyentes. La vida cristiana, en realidad, consiste en seguir al Señor Jesús, en las distintas circunstancias de la historia, y por eso es siempre un auténtico producto individual, original e inédito.
Lo que se manifiesta en la vida y la muerte de los hermanos que hoy conmemoramos no puede, pues, ser hecho teoría general, con lecciones para la eternidad, sino que tiene que ser aprendido precisamente en el encuentro con lo histórico. Justo por esto, no es admisible la pretensión de aislar a Pedro, Joaquín y Javier de su contexto inmediato. Es en ese contexto, en las posibilidades reales que ellos tenían por delante, en el pensamiento que profesaban, en los condicionamientos a los que estaban sujetos, en donde nos es dado descubrir el modo particularísimo en que ellos se apropiaron de la gracia de Dios. Lo que ellos vivieron -al igual que quienes auténticamente desean seguir al Señor Jesús- fue la aventura peligrosa de ponerse al servicio de quienes más sufren, de los más pobres, en una sociedad en la que éstos son las víctimas primordiales de la injusticia y la violencia. Su estilo de existencia cristiana no era, por eso, ni lo es todavía, nada evidente para muchos de sus contemporáneos ni para muchas autoridades y dirigentes espirituales, en este mundo en que, lo que se valora, por encima de todo, es el éxito individual, el prestigio y la riqueza. Porque lo que ellos se atrevieron a vivir, en cambio, fue ese riesgo logrado de los verdaderos cristianos.
El martirio de Joaquín y Javier nos propone, por eso mismo, un modelo de vida que no pretende alejarse de la historia para ser perfecto, sino que se involucra en el mundo y sucumbe ante él. Su vida como cristianos no era clerical ni buscaba la perfección cristiana. Era una vida de seguimiento del Señor Jesús animada por una convicción místico-política: la convicción de la necesaria opción preferencial por los pobres y los excluidos, en favor de la justicia y la fraternidad. Javier y Joaquín son por eso, antes que nada, los sujetos de una acción solidaria y abnegada que los condujo a la muerte (justo igual que a Jesús de Nazaret).
Estos jesuitas -al igual que Jesús, insisto- tomaron posición respecto de la historia (y del poder hegemónico en ella), de tal suerte que cayeron víctimas de los poderes fácticos. Ni Jesús el Galileo, ni Javier ni Joaquín, fueron sujetos neutrales en los conflictos de su tiempo. Dejaron obrar en ellos al Espíritu Creador que supera pretendidas «neutralidades» y normas impuestas: entraron valientemente en la lucha crucial de su tiempo, de modo insospechable y cuyo camino es mortal. Cierto que el interés central de los jesuitas mártires era el interés pastoral: el hacer presente a Dios en medio de los pueblos indígenas, empobrecidos y excluidos. Pero lo importante es que a los «nuevos cielos», ellos querían añadir la “nueva tierra” de la justicia y de la paz: anunciar que Dios tiene que ver con la historia concreta de los seres humanos. La palabra última de Joaquín y Javier -su martirio, precisamente- es una palabra política y profética pues confronta la realidad histórica injusta y violenta con la fuerza de la utopía, o, mejor dicho, del Reino de Dios.
La muerte de nuestros hermanos cuestiona también la actuación injusta del poder, de los narcos y de los gobiernos cómplices. Hace patente, dramatiza el violentamiento que el pueblo experimenta en su vida y en sus derechos inalienables. La cruz y el martirio cristiano son la ruptura por excelencia respecto del curso “normal” de la sociedad y el mundo. Son subversión y protesta.
Miremos ahora la situación actual en nuestro país, en el que la miseria se ha convertido en el patrimonio mayoritario, y en el que la dinámica del poder y del crimen aniquilan la voluntad del pueblo y a los hombres y mujeres concretos que se atreven a cuestionarla, ¿no nos tocaría, siguiendo los pasos de Javier y Joaquín, tomar partido, asumir la historia de los seres humanos y luchar en contra del mal que los amenaza? ¿No deberíamos, acaso, como cristianos, armarnos de un amor provocativo, históricamente conflictivo, hecho de audacia y de justicia, para transformar el actual estado de cosas? Y no hablo de una administración sexenal, sino de un modelo social que mata, depreda y excluye.
Con su vida y con su muerte Javier, Joaquín, Pedro, y tantas otras personas victimizadas, desaparecidas, lastimadas por la violencia actual, nos llevan necesariamente a cuestionar y superar esa conciencia natural que exalta las virtudes pasivas en el cristiano. El fatalismo ante lo que se maneja como «voluntad de Dios», la prudencia, la paciencia, la resignación ante lo que nos ha tocado en suerte, no pueden ser ya más la comprensión de la vida cristiana. Desde la persona de Jesús de Nazaret, la, obediencia a Dios no es acomodamiento con lo establecido, sino rebeldía frente a la injusticia, la mentira, la violencia, desde los valores y la utopía de su Reinado.
Una última palabra acerca de la identidad nacional de nuestros mártires. Un famoso teólogo afirma que el santo no es un héroe que se destaca de la masa, sino una persona que ha optado por sus semejantes; el santo -dice-es potador de la vocación de un pueblo. En este sentido, Javier y Joaquín manifiestan también, para nosotros, esa enorme vocación a la fe y a la lucha por el respeto a la dignidad y los derechos humanos, en alegría y solidaridad, que tienen los pueblos indios y el pueblo de México. En estos días que corren, esta vocación popular ha estallado. Toca a nosotros, a cada uno, a cada una, decidir si la compartimos o permanecemos al margen. Que el Señor, por intercesión de Miguel Agustín Pro, nos dé su fuerza y lucidez para actuar en consecuencia.